Pasábamos unos días de vacaciones en una ciudad bastante fea
del sur de España. Días anodinos pero divertidos de niños jugando a ser mayores
que se quieren. Éramos pareja. Creo que los dos lo sentíamos así. Al menos yo
sí. Ella no era especialmente guapa, ni especialmente inteligente. No era
especialmente talentosa ni especialmente bondadosa, virtud que es un primor. No
era especialmente nada, pero era especialmente todo.
Uno de los días, no recuerdo si más cercano al comienzo de
nuestro viaje o a su final, bajamos a la playa. Bebimos unas cervezas. Siempre
me han gustado las mujeres que beben. Y mucho más las que beben más que yo.
Presumí de su topless en la playa mientras leía lo que muchos llaman cómic y
unos poquitos llamamos tebeo. Sudando por el atosigante pero también excitante
calor supongo que nos dijimos algunos te
quieros de esos que se escupen, nos dimos unos besos de novios y reímos.
Supongo que cometí alguna torpeza debida a mi deficiente coordinación, que ella
se enfadó y pronto volvimos a los besos. Sólo supongo, porque apenas recuerdo.
Con los deberes de playa hechos volvimos a lo que mejor se
nos daba. La bebida y los besos. Esta vez cambiamos de tercio. El tinto de
verano fue nuestro siguiente objetivo. Animales de terraza como buenos falsos
madrileños. Hijo de zamoranos, hija de manchegos, presumidos mocitos. No
recuerdo si bebimos mucho, no recuerdo si bebimos poco. Realmente en mi cabeza
hay pocas imágenes de un viaje que con el tiempo me enseñó que he necesitado
tres décadas para saber que puedo amar. El niño que jugaba a ser mayor se había
encaprichado del querer y lo intentaba. Y lo intentaba bien. Con el tiempo casi
rememoro más el perderme un concierto de Andrés Calamaro y Fito Paéz al que fueron
muchos camaradas de nuestro ejército de niños mayores y del que deserté. La
edad también me ha convertido en un experto en perderme conciertos.
Pero sí hay un momento al que he viajado en muchas
ocasiones. No voy a hablar de amor. Tomando aquellos tintos de verano, muy
ricos, por cierto, compartimos terraza con un par de figuras. Hombre y mujer
sacados de los años 90 de la Valencia más movida. Levante ha dejado de
suministrarnos maquineros y empezó con los tronistas. Un Chimo Bayo pasado y su
novia la chunga. Ninguno de los dos
estaba como para ir a pasapalabra. Comenzaron a discutir, vaya usted a saber el
motivo. Y ella, entre improperios y juramentos, arrojó un café caliente a la
cara de su partenair.
Volvamos a nuestra mesa. Ella quería reír. Yo quería reír.
Era todo estrambótico y divertido. Pero los niños que jugaban a ser pájaros de
Portugal no se atrevieron. Nos miramos, cruzamos rayos. Y sentí algo muy bonito
y por primera vez. Algo que luego se repetiría con otras personas y en muchas ocasiones,
pero en ese momento era nuevo. Algo que me hizo vibrar. Sentí que mirándonos,
podíamos leernos la mente. Que conectábamos. Que por primera vez en mi vida
había llegado a tener la confianza con alguien de entenderme con una sola
mirada.
El camino de mi vida me ha llevado a volver a vivir eso y
además con un amor verdadero y adulto. Tener confianza con alguien. Amistad y
amor. Qué gran sensación.
Ella no era especialmente nada, durante unos meses fue
especialmente todo, y ahora es un contacto más perdido en un Facebook que
apenas uso. Pero sé de buena tinta que lleva muchos años muy feliz, viviendo
con un tipo mucho más alto que yo. Brindo por ello.
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